martes, 23 de enero de 2018

Otra vez aquí

Como todo en la vida no hay primera sin segunda, volveré a este lugar. Pero, escribiré excluvisamente de mis hobbys, proyectos y relacionado a videojuegos. Todo en su lugar.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Historias del Gran Valparaíso: "La Sapa"


Margareth Arancibia:
Tranquila como una estatua y escurridiza como el agua
Peñablanca. Lugar donde el sol nace y se impone a toda hora. Por ello viste con ropa de verano aunque sea otoño. Es su improvisado uniforme de trabajo.

Por 'KyroAtelerix'

Su fuerte: paradero de la locomoción colectiva, es un punto estratégico donde convergen los microbuses que recorren el Gran Valparaíso.  Su fortaleza está compuesta por fierros oxidados que finalizan con una techumbre, cuya sombra logra guarnecerla del violento calor de la provincia. A un lado se sitúa un basurero que tiene la antigua heráldica de Villa Alemana, que luce gastada por el paso del tiempo.

A lo lejos se ve su figura, a ratos tranquila como una estatua y repentinamente escurridiza como el agua. Es una fiscalizadora de micros, o en el lenguaje coloquial, una sapa (femenino de "sapo" así se le dicen a los fiscalizadores de boleto y de buses en esta ciudad. Esta terminología se origina porque estas personas van de bus en bus en cada esquina que se apilan en los paraderos y semaforos anunciando tiempos de recorrido y aproximación con otras líneas de taxibuses). Se llama Margareth Arancibia, tiene 44 años y es villalemanina de toda la vida. En su familia le dicen Maggy.

 A lo largo de la infinita calzada circulan unos 100 microbuses en una jornada. Debe abordarlos y estar bajo merced del criterio del conductor para ganar el dinero, pues ello es voluntario.

Aparece una máquina. Se sube de inmediato.

Uno de los tantos microbuses que recorrer las calles del Gran Valparaíso

Cuando ve a un sapo acompañando al chofer, a ella le da una ligera bronca. Suele pensar que ellos se tratan como compadres, y por ende reciben mejor paga. “La diferencia de género se ve incluso en estos oficios”, reflexiona. También critica a quien puede pensar mal de ella: “no vengo a cortejar a los choferes. Estoy aquí para conquistar las monedas”, piensa con humor. Baja los peldaños. Al instante bosqueja una risa en su rostro y reanuda su trabajo, vociferando los recorridos que se aproximan desde el horizonte.


Además de agradable, los pasajeros la catalogan como alguien sacrificada y responsable. Se ha convertido en un emblema del sector.

Además de agradable, los pasajeros la catalogan como alguien sacrificada y responsable. Se ha convertido en un emblema del sector.

Pocas veces debe abandonar su feudo cuando hay paros de micros o lluvia. Suele emplear refranes en su habla. “Soldado que arranca, sirve para otra batalla”, contesta a quien le cuestiona su ausencia.

Siempre irradia una sonrisa de oreja a oreja. Es sencilla y discreta. Espontánea y alegre. Tiene una calidez que logra contagiar al instante. Es su sello. “Me siento muy bien con este oficio”, concluye.

 Ahora se sube a otro bus.

 Ella es la penúltima hija de una familia numerosa: Margareth tuvo ocho hermanas. Desde niña se sintió acompañada por su núcleo.

Su madre tuvo su mismo nombre. Luego de concebirla quiso llamarla Maggy porque así la apodaba en su casa de cariño. Su padre era Juan Arancibia, un chatarrero dueño de un gran almacén en la joven Villa Alemana de los años 60.

La felicidad la ha desbordado desde temprana edad. 
Siempre lo pasó bien junto a sus hermanas y 
nunca sufrió duros golpes emocionales.
 Aunque tuvo una excepción.



Margareth a veces se escabullía entre la selva de armatostes cuando jugaba junto a sus hermanas. Ana María, una de ellas, catalogaba a Maggy como “la regalona” ya que solían almorzar su comida favorita: porotos granados y chicharrones.

También ayudaba en su hogar. Debía adentrarse en el gran laberinto de chatarra para transportar los peligrosos fierros hacia otros rincones del terreno de su progenitor. Además cuidaba a su hermana Andrea, la menor de todas. Tenía parálisis cerebral.

Se baja de la máquina, y descansa.

Estación de trenes de Villa Alemana, lugar de gran afluencia de público que combina tramos con los microbuses de la zona interior.


 Margareth toma ubicación en el trono de su castillo. Raudamente teclea en su celular, se coloca unos audífonos en sus pequeños oídos y escucha a Roberto Carlos, quien le trae recuerdos. Ahora ve otro bus. Se sube.

En su juventud iba a los malones, fiestas que se organizaban en las casas de las hermanas y compañeras de su curso. Iban siete de las ocho a auténticos conciertos: Camilo Sesto, Julio Iglesias y Roberto Carlos eran los platos fuertes.  Este panorama se replicaba todos los sábados. El coreo de las canciones y los bailes eran imperdibles. Maggy disfrutaba su vida.

Su padre vigilaba a todas. Les restringía las salidas si llegaban después de medianoche al hogar. Margareth y compañía corrían a mil por hora para llegar a tiempo, como si fueran atletas de una maratón.

La felicidad la ha desbordado desde temprana edad. Siempre lo pasó bien junto a sus hermanas y nunca sufrió duros golpes emocionales. Aunque tuvo una excepción. “En un momento tuve que ser muy fría”, reflexiona. Se baja de la micro.

Ahora Margareth tiene dos hijos. Un chico universitario y una niña que asiste al colegio. También sigue cuidando a Andrea, turnándose junto a Ana María. Si no existiera la figura de Maggy en su familia, habría un gran navío sin su capitán. No existe la figura paterna. Es madre soltera.

Tuvo un conviviente llamado Carlos O’higgins a sus 30 años. La abandonó por un viaje sin retorno a Estados Unidos. Él argumentó que la travesía era necesaria para descubrir nuevos horizontes para su proyecto de vida con Maggy. Sin embargo, su propia historia la escribió junto a otra mujer en Norteamérica y olvidó la trazada en Chile. Margareth vivió moribunda por años desde entonces.

Su característica sonrisa de infancia y juventud se había diluido como la pintura en acuarela. Lo bello que imaginaba pintar en su vida se tradujo en cenizas. Se echó culpa. Luego tuvo resiliencia.

Luego desempeñó como suplementera por años. Vendió diarios y más tarde decidió ser sapa por influencia de Ana María. “Soy muy feliz aquí”, declara risueña.

Ahora su única preocupación consiste en mantener a su familia. Las lágrimas vertidas por aquél hombre fueron historia.

Disfruta de su presente. Comienza a escuchar una canción de Julio Iglesias mientras anota los recorridos. “Nosotras las mujeres podemos hacer dos cosas a la vez”, arguye entre risas.

Se aleja, debe subir a otro bus.